lunes, 23 de julio de 2007

Free Ulises

Hay mañanas que le saco la caña a mi papá y saco a pasear a Ulises hasta la vereda.

Mi primera vez en penitencia




Parece que me porté mal y me pusieron en penitencia fuera de la clase. El pasillo era larguísimo y me pareció estar horas parado solo. Pensé que mi hermano no me iba a ver en el aula y se iba a ir sin mi. Tuve miedo y no me pude aguantar; me hice pis encima.

Algunos dibujos de algunos recuerdos



Me encanta que empiece a llover. Puedo agarrar el frasco de plasticola blanca y tirar gotitas chiquitas sobre los paraguas negros desde el balcón de mi casa.

miércoles, 11 de julio de 2007

Un tecito de Valeriana


Tómese esta valeriana, dijo con increíble destreza, porque con su mano izquierda sostenía en perfecto equilibrio una taza humeante de fina porcelana, al tiempo que con la otra me daba palmaditas confianzudas en la espalda.
No puede ponerse así, mijito. No va a llegar a mi edad. En su huesudo dedo índice bailaba una anillo de plata que algún día debe haber estado ceñido.
Asentí con la cabeza mientras acercaba el té. Soplé para enfriar el primer sorbo.
Ahora ella no parecía tan petisa. Probablemente era por que estaba sentado en su sillón berger de cuero oscuro. Llevaba el saquito de color beige, el de siempre. Usted tiene que hacer cosas; me apresuré a decir, apoyando la taza en la mesa ratona. De ninguna manera, respondió mientras iba hacia la cocina, si hay algo que nos sobra a los jubilados es tiempo. Termínese eso, se va sentir mejor. Volví a buscar el té. Lindas tazas, pensé que hablando de cualquier cosa, me podría sentir menos incómodo después del episodio. Era la primera vez que bajaba a la casa de mi vecina y no había sido por una cuestión social sino por el agua que hacía más de un año se escurría sobre su techo y que supuestamente venía de mi piso. Digo supuestamente, porque ninguno de los siete plomeros que vinieron a ver la pérdida encontró algo. Podría echarles la culpa a ellos pero no tengo justificativo. Sé que ella piensa que soy uno de esos que le importa un carajo sus vecinos. Hasta debe creer que lo hago apropósito, que yo mismo tiro agua para que gotee su techo. Pero no debí haberle gritado de esa manera. Por más que ella insistiera todos los días en la cuestión. Si hubiese mantenido la calma no estaría acá tratando de deshacer esta reunión que ya no se puede deshacer.
¿Qué dijo? preguntó cuando traía un plato de masas finas. Que son lindas las tazas, insistí, como si no supiera que cualquier tema llevaría a otro y a otro infinitamente. Entonces supe que de la vajilla quedaba poco y nada; la mayoría se había roto o perdido en mudanzas. Que todo el juego era originario de China. Me acomodé en el sillón, sentí los pies tibios. Las manos de la anciana hacían figuras en el aire que acompañaban a la perfección sus palabras, parecía más simpática ahora. Me contó la historia de su abuelo que había sido embajador en Asia por más de diez años y que ella pasaba siempre sus vacaciones con ellos.
Dejé la taza vacía en la mesa. Comentó, como al pasar, que su abuela sostenía en que ese juego era del año 20 antes de nuestra era. Yo comenzaba a sentirme cansado, adormecido. Escuché pacientemente la historia de su dueño original, un consejero de un emperador chino llamado Lai Chú y las desventuras de la vajilla hasta terminar en posesión de su familia.
Oscurecía afuera y la voz de mi vecina empezaba a sonar lejana. Tuve miedo de dormirme; abrí grande los ojos y intenté acomodarme más derecho. No pude. Miré mis manos apoyadas sobre los apoyabrazos, les ordené moverse pero no hubo caso . Apenas lograba mover la cabeza, desde donde estaba no podía verme los pies que ya no sentía.
Decidí pararme, pero lo único que se movió apenas unos centímetros fue mi cuello. Estaba sentado y no podía mover casi ningún músculo. Grité de la desesperación pero sólo salió un gritito apagado, afónico.
Veo que le hizo efecto el tecito, dijo. La anciana se acercó para mirarme a los ojos.
No se asuste, esto es temporal, no va a poder moverse ni hablar así que sería bueno que deje de intenterlo. China es un país interesante, ¿sabe?, tiene una variedad enorme de venenos. Este en particular está extraído de una serpiente. Afecta la motricidad y al sistema nervioso central. En unos minutos, su cuello no podrá soportar el peso de la cabeza pero no se asuste. Bastó que terminara de decirlo para que esto ocurriera. Mi nuca se venció y quedé mirando al techo.
La vi asomarse en mi ángulo de visión. El efecto dura hasta 96 horas, continuó. Lo que tienen los chinos de fascinante es la concepción del tiempo. Siempre hay paciencia para todo. Desde donde está, usted puede ver la mancha de humedad que viene de su departamento. Por la tarde, va a poder sentir como cae agua cada 48 segundos. Sí, claro, tengo bien conocida esta cuestión. Desgraciadamente desde donde se encuentra, las gotas van a impactar en su frente. Este método también es originario de la China y muchos emperadores lo utilizaban como tortura. Dicen que a los dos días no hay ser humano que no enloquezca.

Vecinos

Ahí empieza de nuevo. Son apenas tres acordes, nada más que tres, pero ella es inmune a hacerlo bien. No me molesta que golpeé torpemente las teclas, tampoco su tesón y su insistencia. En realidad, creo que lo que me irrita, es que no haya vez que yo escuche la melodía y espere que le salga bien. Un día de estos debería ir y arrancar la tecla correcta para no esperar más que las cosas cambien. Clotilde toca hace meses, todos los días durante horas una versión de las primeros compases de “ para Elisa”. Hay que reconocer lo precisa que es para equivocarse, siempre en la misma nota. Es increíble que a esta altura no pueda dar con la tecla de un piano que sólo tiene doce; una por cada añito que tengo, como me dijo el otro día. Uno puede tener añitos a los seis pero no a su edad y más siendo la fiel reproducción de sus padres: seres redondos, fofos y enormes. Nunca pudimos entrar los cuatro en el ascensor. El ascensor es para cinco personas. Esos son mis vecinos, una pared de material liviano nos separa.
Papá Pérsico, Sr. como figura en el resumen de las expensas, la señora y su hija que es la única que me habla en el edificio. Ver caminar a la familia unida es cómo presenciar una alineación planetaria. No sólo son visualmente contundente, son las personas más ruidosas que he conocido nunca. La señora Persico o como se llame, debe pensar que su reducido tres habientes es enorme; se la pasa llamando a su hija o marido como si se encontraran en el ala opuesta de un castillo. Puedo reproducir casi de memoria todas sus conversaciones telefónicas con Tuny – que es la única que la entiende- o con la tía Rita – que está cada vez más vieja – Sus pasos retumban sobre el parqué a toda hora. Me he despertado en mitad de la noche soñando que un enorme mounstro venía a buscarme, pero era ella que se levantaba para ir al baño.
El es diferente, es casi sordo. Se puede saber la hora en que llega de la oficina por que lo primero (y lo único) que hace es encender la televisión a todo volumen y no moverse hasta las nueve de la noche en que lo llaman a comer. Ahí, da vuelta el aparato y todos comen viendo su programa favorito. Prácticamente no hablan, casi todas las noches gritan o discuten momentos antes de dormir. Las peleas siempre terminan igual: se mandan a la mierda y el señor duerme en el sofá acompañado por el televisor.
Casi todos los cuartos de mi casa se apoyan en la suya. Mi pequeño baño es lo único que está a salvo. Los azulejos celestes amortiguan cualquier sonido. Paso casi todo el día encerrado ahí.
Sentado en el inodoro o acostado en la bañadera puedo cumplir con todas mis obligaciones. Hace algunas semanas compré un calentador eléctrico y mudé algunas cosas de la cocina para no tener que moverme. A veces las horas se pasan volando. Por la claraboya casi no entra luz de exterior por eso es fácil perder la noción del día y la noche. Estoy muy atrasado. Sólo tengo un mes para terminar mi trabajo y entregarlo a la editorial. Trabajo casi todo un año para esta entrega pero desde que me mudé aquí no he podido avanzar casi nada. En enero tengo que tener terminado el capitulo de “ El silencio en la música” para el manual escolar del octavo año.

El Personaje

Sé que es inútil pero no puedo evitarlo. Es algo irresistible; debe ser similar a lo que llaman deseo. De solo pensarlo, entro en un estado de excitación, de fascinación.
Ni bien recibo las primeras señales siento como si una suave ebullición creciera dentro de mí, hasta tornarse insoportable: es el llamado de la sangre. A partir de ahí ya no puedo pensar en otra cosa y me manejo como un autómata.
Lo primero que veo es una luz amarillenta, un tanto amarronada. Dura algunos minutos y enseguida me invade ese olor agridulce tan persistente, tan embriagador. Para que entiendan: me manejo igual que alguien cuando siente hambre. Entonces salgo en búsqueda de ese alimento que tanto requiere mi presencia.
En general, son criaturas de baja estatura, rellenitas e hiperactivas. Se pasan el día saltando de aquí para allá y por la noche, no importa lo cansadas que estén, no pueden entregarse al sueño y ahí es cuando me llaman. A veces piensan en seres extraños que no reconozco, pero otras pueden imaginarme tal cual soy. Pero no importa lo que piensen sino que sientan miedo. Eso es lo que me convoca. Salgo de las tinieblas, en donde vivo, para comenzar a ver esa bruma amarilla. De a poco los volúmenes, los relieves ganan nitidez; los colores se hacen más definidos y puedo ver el mundo de ustedes que es tan poco cambiante. Me aburro cuando tropiezo con todos esos signos inútiles, inventados para que seres como yo no vaguemos por la tierra. Realmente no sé de donde sacaron que crucifijos, ristras de ajo, puertas cerradas con llave o la luz encendida y demás objetos estúpidos logran ahuyentarnos. Es extraño cómo han tejido un sin fin de mentiras al respecto; esto, teniendo en cuenta que muy pocos nos han visto alguna vez o saben realmente las costumbres de los monstruos.
Lo único que necesitamos para sobrevivir son dos cosas: oxigeno y miedo. Por suerte, podemos encontrar mucho de ambos en la tierra. Lo demás es paciencia y saber jugar el juego. Porque para nosotros, el miedo nunca es suficiente y tenemos que fomentarlo, hacer que llegue a su punto máximo. Usamos algunos clichés claro: crujir los muebles viejos o golpear las ventanas abiertas, pero lo mejor es cuando sienten nuestra presencia justo debajo de la cama.
Es emocionante ver esas caritas de ojos redondos y expectantes. Cómo ellos se acurrucan en un rincón de la cama abrazándose a si mismos. Escucharlos rezar es un buen indicio. Puedo oir sus latidos acelerados. El olor a sudor invade la habitación. Es el momento en que reconocen una presencia. Mi respiración comienza a resonar en sus cabecitas y cuando se esconden bajo las sábanas el eco se vuelve insoportable. Dudan de lo que escuchan y es ahí donde el terror está a un paso de volverse sublime. Sólo falta que la criatura decida buscar la certeza de saber si existo. Ya puedo ver sus deditos asomándose por el canto del elástico; enseguida aparecen sus cabellos rendidos a la gravedad. Por último, sus caras siempre expectantes y a la vez esquivas. Ese es el momento en que debería asustarlos y lograr ese pavor tan delicioso. Pero no puedo, por que esa es mi maldición, ellos nunca pueden verme y después de asomarse bajo la cama ya no me escuchan ni me sienten.

Las velas

María Amelia Cevasco, más conocida por sus familiares y amigos como Chicha, había tenido una marido hacía tanto tiempo que casi nadie lo recordaba. Ella hasta se ocupó de borrar de su memoria cuando, después del entierro, gritaba a los cuatro vientos lo sola y desamparada que se sentía. El encargado del edificio no pudo olvidar por mucho tiempo esa mañana soleada de invierno en que el angosto y oscuro pasillo de entrada amaneció repleto de coronas de flores. Alberto, el marido de Chicha, fue un tipo amable y en ese entonces ella también lo era.
Los vecinos comentaron que el dolor, a veces, cambia el carácter de las personas. Y lo cierto es que se le notaba en la cara: los gestos de Chicha decían que nada más le iba a volver doler de esa manera.
Hubo un par de meses de encierro. Casi no se la veía salir. El portero tocó en un par de ocasiones el timbre para ver si necesitaba algo, pero ella siempre respondió que tenía lo suficiente. En esos momento intentar un conversación para distraerla resultaba imposible. Hablaba estrictamente lo necesario.
Un día resucitó, como si hubiese estado muerta. La vieron en el mercado, hiperactiva, hasta un poco contenta. Fue como si hubiese acumulado energía y ahora salía a gastarla a diestra y siniestra. Resolvía todo tan rápido que sus vecinos terminaron pidiéndole que fuera la presidenta del consorcio.
Se encargaba de cada problema de forma personal y no paraba hasta resolverlo.
Al principio hubo muchas mejoras; todos estaban contentos con su gestión, salvo Sebastián, el encargado. El se transformó en el blanco preferido de Chicha que no dejaba de controlar qué hacía o dejaba de hacer.
Todos los días, justo a la hora de la siesta, subía hasta el departamento del portero para hacer un reclamo. Siempre existía algo sucio o algo roto, o que no funcionaba y que necesitaba atención inmediata.
Lo peor fue un tiempo en que alguien robaba el vuelto que dejaba el sodero debajo del tapete del departamento Chicha. Como no podían descubrir al ladrón, ella no tuvo ningún empacho de responsabilizar a Sebastián. No volvieron a dirigirse la palabra nunca más. Estuvieron quince años comunicándose a través del administrador.
El verano pasado, el gobierno ejecutó un sistema de cortes de luz programados para suplir un exceso en la demanda. Chicha, a pesar de vivir en planta baja, a no más de tres metros de la entrada del edificio, ponía religiosamente una vela en el pasillo junto a la puerta. Al segundo día, esta no se había consumido en el plato sino que había desaparecido. Amelia no responsabilizó esta vez a nadie, pero montó una cruzada para descubrir al ladrón o, mejor dicho, para desenmascarar a Sebastián.
Utilizó varios métodos pero el delincuente parecía estar siempre un paso adelante. Por las noches colocaba la mecedora junto a la puerta y por el filo del zócalo podía ver la luz de la llama. Pero bastaba que se levantara para ir al baño o a atender el teléfono para que el ladrón cometiera el ilícito.
Decidió pegar el plato al piso, pero fue inútil: lo que desapareció fue la vela. Otro día, trituró una lamparita y colocó los vidrios cerca del plato para escuchar crujir los pasos del chorro pero todas las personas que pasaban por el pasillo caían en la trampa. Con esto sólo logró sospechar de todos los del edificio.
Desesperada ató un delgado hilo de pesca a la vela y en el otro extremo una campanita pero, al parecer la tanza de nylon brillaba en la oscuridad, el condenado la cortó con la misma llama de la vela.
Finalmente, más para joderlo que para atraparlo, untó la vela con pegamento y se rió a la mañana siguiente cuando comprobó que había desaparecido.
En la entrada vio una circular que informaba que el Sr. Sebastián Giovanni se jubilaba después de haber cumplido sus años de servicio y se comunicaba el nombre de su reemplazante.
Sin perder tiempo fue a la comisaría e insistió para que le tomaran la denuncia por la sustracción de las velas. Cuando el escribiente le preguntó a Amelia que cantidad de velas le habían robado no supo decir un número exacto: declaró más de 30.
Al volver a su casa encontró en la puerta un torta de mierda de perro tan grande como un neumático con 35 velas prolijamente colocadas.