miércoles, 11 de julio de 2007

Las velas

María Amelia Cevasco, más conocida por sus familiares y amigos como Chicha, había tenido una marido hacía tanto tiempo que casi nadie lo recordaba. Ella hasta se ocupó de borrar de su memoria cuando, después del entierro, gritaba a los cuatro vientos lo sola y desamparada que se sentía. El encargado del edificio no pudo olvidar por mucho tiempo esa mañana soleada de invierno en que el angosto y oscuro pasillo de entrada amaneció repleto de coronas de flores. Alberto, el marido de Chicha, fue un tipo amable y en ese entonces ella también lo era.
Los vecinos comentaron que el dolor, a veces, cambia el carácter de las personas. Y lo cierto es que se le notaba en la cara: los gestos de Chicha decían que nada más le iba a volver doler de esa manera.
Hubo un par de meses de encierro. Casi no se la veía salir. El portero tocó en un par de ocasiones el timbre para ver si necesitaba algo, pero ella siempre respondió que tenía lo suficiente. En esos momento intentar un conversación para distraerla resultaba imposible. Hablaba estrictamente lo necesario.
Un día resucitó, como si hubiese estado muerta. La vieron en el mercado, hiperactiva, hasta un poco contenta. Fue como si hubiese acumulado energía y ahora salía a gastarla a diestra y siniestra. Resolvía todo tan rápido que sus vecinos terminaron pidiéndole que fuera la presidenta del consorcio.
Se encargaba de cada problema de forma personal y no paraba hasta resolverlo.
Al principio hubo muchas mejoras; todos estaban contentos con su gestión, salvo Sebastián, el encargado. El se transformó en el blanco preferido de Chicha que no dejaba de controlar qué hacía o dejaba de hacer.
Todos los días, justo a la hora de la siesta, subía hasta el departamento del portero para hacer un reclamo. Siempre existía algo sucio o algo roto, o que no funcionaba y que necesitaba atención inmediata.
Lo peor fue un tiempo en que alguien robaba el vuelto que dejaba el sodero debajo del tapete del departamento Chicha. Como no podían descubrir al ladrón, ella no tuvo ningún empacho de responsabilizar a Sebastián. No volvieron a dirigirse la palabra nunca más. Estuvieron quince años comunicándose a través del administrador.
El verano pasado, el gobierno ejecutó un sistema de cortes de luz programados para suplir un exceso en la demanda. Chicha, a pesar de vivir en planta baja, a no más de tres metros de la entrada del edificio, ponía religiosamente una vela en el pasillo junto a la puerta. Al segundo día, esta no se había consumido en el plato sino que había desaparecido. Amelia no responsabilizó esta vez a nadie, pero montó una cruzada para descubrir al ladrón o, mejor dicho, para desenmascarar a Sebastián.
Utilizó varios métodos pero el delincuente parecía estar siempre un paso adelante. Por las noches colocaba la mecedora junto a la puerta y por el filo del zócalo podía ver la luz de la llama. Pero bastaba que se levantara para ir al baño o a atender el teléfono para que el ladrón cometiera el ilícito.
Decidió pegar el plato al piso, pero fue inútil: lo que desapareció fue la vela. Otro día, trituró una lamparita y colocó los vidrios cerca del plato para escuchar crujir los pasos del chorro pero todas las personas que pasaban por el pasillo caían en la trampa. Con esto sólo logró sospechar de todos los del edificio.
Desesperada ató un delgado hilo de pesca a la vela y en el otro extremo una campanita pero, al parecer la tanza de nylon brillaba en la oscuridad, el condenado la cortó con la misma llama de la vela.
Finalmente, más para joderlo que para atraparlo, untó la vela con pegamento y se rió a la mañana siguiente cuando comprobó que había desaparecido.
En la entrada vio una circular que informaba que el Sr. Sebastián Giovanni se jubilaba después de haber cumplido sus años de servicio y se comunicaba el nombre de su reemplazante.
Sin perder tiempo fue a la comisaría e insistió para que le tomaran la denuncia por la sustracción de las velas. Cuando el escribiente le preguntó a Amelia que cantidad de velas le habían robado no supo decir un número exacto: declaró más de 30.
Al volver a su casa encontró en la puerta un torta de mierda de perro tan grande como un neumático con 35 velas prolijamente colocadas.

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